MUJER AVERIADA
Así me siento, como un electrodoméstico viejo sin posibilidad de reparación, ni garantía ni taller donde
poder reponerme las piezas, una señora de sesenta y tantos obsoleta.
Menos mal. Cuando estaba al borde del desahucio de la vida con otros, cuando parecía relegada a
comer mierda, encontré aquel pequeño refugio escondido donde con inmensa paciencia pudieron
abrirme.
Primero dejaron mis entrañas desparramadas sobre una enorme mesa. A veces ponían paños calientes
otras veces simplemente dolía sin piedad.
Casi se dan por vencidos y me envían a un vertedero lleno de señoras sin remedio. Hasta que un lunes
de enero alguien dio con la solución: se trataba de la esperanza , una especie de deseo de algo que sin
ser certero ni concreto ni preciso abría otras posibilidades diferentes a la basura (o el trastero, o el
vertedero, o las pastillas que anulan).
La gran sorpresa, lo que me dejó boquiabierta, fue que la esperanza no se depositó en sustituir mis
partes dañadas con otras si no que el dolor y el daño eran la esperanza misma.
Conectaron el llanto con antiguos insultos, la ansiedad con pretéritas experiencias de abandono, el
insomnio con secretos familiares acallados, mi destreza en caer siempre en la misma piedra con la culpa
por odiar a quien me quiso como pudo.
Al terminar el enjambre de conexiones, uniones, desuniones (no sé si acabado pero cuando estuvo
suficientemente desenmarañado) estuvieron un tiempo viendo cómo me manejaba y recuperaba mi
vida. Exceptuando un dolor crónico que asociaron al cansancio de vivir comprobaron que me acercaba
bastante a ser una alegre señora jubilada.
Presentaron mi caso a varios congresos: hay una señora que ha desafiado a las farmacéuticas, a las
terapias que promueven el olvido, a las soluciones en doce pasos, al coaching y al mismísimo Mr
Wonderfull. Ha resuelto su dolor con dolor. Como ella quedan pocos. Ahora el problema no son las
piezas estropeadas de los pacientes sino la ausencia de piezas. Los expertos lo llaman la clínica del vacío.