AHOGADA

Lo único que Silvia puede controlar es la comida. Silvia trata de dominar qué entra en su pequeña boca perfecta, pero parece que el dulce no se somete a su deseo. Necesita controlar ante el descontrol de su propia vida, y si hay un exceso, lo regula metiéndose los dedos hasta la laringe. Cuando el dolor deja ya de tener nombre y se impregna hasta en su pelo, ella busca un segundo de placer haciéndose daño en su piel rosada. Ver cómo brota la sangre le proporciona segundos de estar fuera de un mundo que le aplasta, un mundo que tiene sus ojos, su nombre y su apellido. El nombre de su dolor es el suyo propio, Silvia Lastra, nombre que comparte con su madre omnipotente. Madre fagocitadora que Silvia devuelve varias veces al día  en el retrete, madre que quiere preservar a su niña perfecta y hoy me la trae casi en brazos, débil y a medio camino entre la niñez y una madurez no permitida. Silvia quiere ser otra. Buscamos juntas su nuevo camino mientras desandamos su corta vida, partida en dos desde los principios. Buscar un tercero negado desde siempre, querer comprender para poder separarse de quien ama y odia a partes iguales.

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