La frase favorita de mi vecina es “no me da la vida”, a lo que yo respondo ¿cuándo es tu funeral?. Este tipo de frases, dichas con tanta ligereza (yo también las digo) me recuerdan a cuando tras la crisis las personas que, sin haber perdido su puesto de trabajo (seguramente sin mala intención) decían: “es que la gente ha estado viviendo por encima de sus posibilidades”. Vamos a ver. No se puede no poder con la vida y no se puede vivir por encima de tus posibilidades sin tener posibilidades. Otra cosa es, de qué posibilidades estés hablando (que un banco te diera un préstamo, con una cuota imposible de pagar con tu nómina mileurista) y de qué vida estés hablando que no puedas con ella (vida infantilizada en la que al primer problema nos consideramos unos desgraciados).
Los de mi generación estamos criados y educados en la consecución del éxito. Debemos estar estupendos a los cuarenta y tener un buen puesto de trabajo. Si además eres mujer y quieres ser madre, tienes que apañártelas para no abandonar tu carrera profesional, y si no quieres tener hijos, te tienes que comer la opinión de “los señores de Forocoches”, unos sabios conocedores de la verdad absoluta.
Mientras reclamamos que hay que educar a los niños en la tolerancia a la frustración (la vida es dura chavales, id preparándoos) nosotros, sus padres, andamos frustrados todo el día desde que nos levantamos. Desayunamos zumos energéticos que nos dan ganas de vomitar, vamos al gimnasio como quien va a una tortura, miramos Instagram y pretendemos ser como las hijas adolescentes de nuestras amigas que fueron madres antes que nosotras. Al no conseguir parecernos a ellas, metemos filtros en las fotos hasta que nuestra cara se difumina, desaparecen nuestros rasgos y parecemos reptilianas. Los filtros de Instagram son un buen remedio para la angustia, pero tienen un problema: el remedio es tan inmediato y fácil que la frustración vuelve igual que se fue.
Por un tiempo los de mi generación nos creímos las frases de Míster Wonderful y sus imitadores que proliferan sin parar, pero no dejamos de ser la mejor (hasta dentro de poco) generación formada de este país. Nuestros padres tuvieron muchas menos oportunidades para formarse que nosotros. Tenemos más másteres, carreras, cursos y seminarios que todos los padres de nuestros amigos juntos. Cuando nuestros padres salían al mundo laboral encontraban trabajo, sin embargo ahora ya no hay sitio para todos, así que debemos remar con nuestros diplomas y orlas en un mar laboral bastante poco prometedor. Pero al menos estas horas echadas en las aulas de escuelas variopintas, nos han dado la capacidad de pensar (o eso creíamos).
Así que el “si quieres puedes”, “sonríe y la vida te devolverá lo que le das” y tantas frases solemnes impresas en tazas, agendas, archivadores, estuches, colonias, toallas, sábanas, camisetas (ideales por cierto) nos las pasamos por el forro en clave de humor (grande Míster Puterful). Yo misma tengo un cojín que dice “hoy me he puesto una sonrisa que combina con todo” a lo que me dan ganas de responderle (a veces hablo con los cojines) “te voy a dar hostias hasta combinar todos los dientes de tu sonrisa”. Pasamos de la melancolía a la violencia con mucha facilidad esta generación nuestra.
Parece que lo que hacemos continuamente es buscar placeres efímeros para calmar nuestros no puedo, nuestras ansias, nuestras frustraciones. Los filtros de Instagram, Photoshop, las dietas milagro, los batidos detox, las opiniones a golpe de tweet, los match en Tinder y los likes en Facebook. El ibuprofeno a cascoporro, las escapadas de fin de semana con guías bajo el brazo que te enseñan todo lo que tienes que saber sobre ciudades centenarias en dos páginas, los métodos de diez pasos para conocerte a ti mismo, las opiniones en Trip Advisor que te evitan ir a un restaurante y ser tú mismo el que lo prueba, las palabras juntadas que ahora llaman poesía, el ácido hialurónico, las pestañas postizas (inciso, se notan mazo que no son tuyas) las fajas que reducen tu ‘michelos’, los push up, los cursos para aprender piano en veinte días y los de aprende un idioma en treinta, el maldito Jagger que te emborracha antes si quiera de bebértelo, el dedo ansioso que con un click hace magia (tanta que hasta borra los derechos laborales). No es una cuestión de cargarnos estos placeres instantáneos, muchos son benévolos (el Jagger no) y divertidos (el Jagger sí) el tema es cuando los usamos para calmar dolores que de efímeros no tienen nada.

Ahora las buenas noticias, el halo de esperanza para nuestras frustraciones. Lo primero no estamos muertos (pospón el funeral vecina) si no todo lo contrario, estamos vivos y la vida nos atraviesa y nos importa, por eso tenemos sentimientos de angustia que nos alertan cuando algo va mal (gracias biología) y solemos, tras intentar sacarnos los problemas de un chasquido, acudir a solucionarlo a lugares menos mentirosos. Compartimos con los otros nuestra angustia, escuchamos a personas que han pasado por lo mismo, nos refugiamos en el amor y la comprensión del otro, en fin, vamos aceptando poco a poco que no podemos con todo y nos acercamos a los nuestros para compartirlo. Y he aquí una frase de Albert Camus, un Señor Maravilloso sin mercadotecnia pero mucho más genial: “Sigo sintiendo que este mundo no tiene un sentido superior, pero sé que si hay algo en él que tiene sentido y es el hombre ante su prójimo. Porque ese encuentro le da sentido”.
Aunque seguimos poniendo fotos trucadas en las redes sociales, cuando nos vamos a la cama y ponemos nuestra ‘jeta’ en nuestro cojín con mensaje, hacemos todo menos sonreír. Sin embargo, viene tu hijo y te da un beso de buenas noches, o tu pareja y empieza el cachondeo, o te llama una amiga y acabas muerta de la risa, o escuchas un ‘temazo’ y te sube la moral, o coges un buen libro y juegas a ser otro o pones una peli y te enamoras del protagonista. Placeres instantáneos, gratuitos y pequeños sí, pero de los que se quedan en nuestra retina para siempre. Parece que acudir a ellos sí que nos salva. O no. ¿Tú qué opinas?.