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Viena, año 1936. Margarethe acelera el paso, la mañana es fría y los primeros rayos de sol no consiguen calentar sus pequeñas manos. Las esconde debajo de su elegante abrigo. Al doblar la esquina su padre se da la vuelta y le apremia a caminar más rápido. “Margarethe, el doctor nos ha hecho un favor atendiéndonos tan rápido, no voy a permitir que lleguemos tarde por tu culpa”. Margarethe corre y consigue alcanzar a su padre a quien coge del brazo. Aún quedan diez minutos para llegar al número 19 de la calle Berggasse.

El señor Lutz está tremendamente preocupado. Su hija de dieciocho años parece tener una enfermedad de los nervios. El médico de la familia tras reconocerla en su consulta, ha descartado cualquier problema físico y le ha recomendado acudir a la consulta de un famoso y caro psiquiatra, el doctor Freud. Su hija pasa el día en su habitación llorando y sin ganas de hacer nada. Esto no le preocupa demasiado, no dejar de ser una mujer de dieciocho años muy sensible, que perdió a su madre siendo una niña. Sin embargo lo de la ópera es inadmisible. Su hija, su querida hija, disfrazada y subida a un escenario ante la mirada de cientos de hombres. Menos mal que sus fieles empleados de la fábrica se lo contaron. Qué tremenda vergüenza, su hija vestida de Isolda haciendo las delicias de pervertidos. El señor Lutz mira de reojo a su hija, una lágrima cae por su gélido rostro.

Margarethe no lo puede creer, en su familia todos dicen que está loca y su padre la ha obligado ir con él a visitar a un psiquiatra. Se siente totalmente desgraciada, sola en un mundo que le ahoga y no le permite hacer lo que ella más disfruta: ser otra, transformarse en un personaje que le transciende y le saca de su triste vida de niña demasiado protegida. Además, ella ya no es una niña, tiene dieciocho años y muchos sueños, pero será imposible cumplirlos mientras su padre le tenga encerrada en casa sin dejarle hacer nada.

Al llegar al número 19 su padre echa un vistazo alrededor, no quiere que nadie en Viena sepa que está llevando a su hija a esa consulta tan conocida. Un hombre mayor con gafas y barba les atiende. Es el afamado doctor Sigmund Freud. Al principio Margarethe se siente cohibida, pero las amables palabras del doctor empiezan a calmarla. Le pregunta sobre sus aficiones, sus sueños y sus metas. Cuando Margarethe comienza a mover los labios su padre habla por ella. Interrumpe su relato continuamente y no le deja hablar. Ella se siente frustrada, su padre habla por ella, piensa por ella, y planifica su futuro sin ni siquiera preguntarle. De repente el doctor pide a su padre que salga de la consulta y espere fuera. Margarethe ve por primera vez una oportunidad para ser ella, hablar de sus sentimientos y de su vida sin que nadie la interrumpa. Entonces le relata al doctor su amor por la ópera de Wagner y los dramas clásicos, su falta de amigos, sus malas notas en la escuela. Le cuenta que a veces va al cine con su padre y que cuando en la pantalla aparece una escena de amor, su padre le obliga a levantarse y salir de la sala.

En la Viena de los años treinta, la palabra de un médico era casi la palabra de dios, y el dios de los dioses en el mundo de la psiquiatría era el doctor Freud. Así que al señor Lutz no le quedó más remedio que aceptar los consejos que el doctor dio a su hija: quédate a ver la película, disfruta del beso, ni se te ocurra levantarte y dejar de ver la parte más interesante y romántica de la cinta. Interactúa con chicos de tu edad, haz deporte y apúntate a una escuela de baile.

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Sabemos de Margarethe por una entrevista que le hicieron más de setenta años después de su primera y única visita a Freud. Tras aquella fría mañana, Margarethe hizo caso a todo lo que aquel anciano (así es cómo ella le recuerda) le indicó. Parece que esta única intervención hizo mecha en su vida: se emancipó, se casó, tuvo hijos y dedicó su vida a la escultura y la pintura, las artes que más amaba. Nunca más acudió a terapia ni leyó ningún libro de Freud. Sin embargo, en la entrevista muestra una enorme gratitud hacia el doctor, a quien no le hizo falta tumbar en su famoso diván a Margarethe, ni hacerle un análisis profundo. Simplemente le brindó varios consejos certeros.

La historia de Margarethe, puede resultarnos hoy una antigualla sin ninguna similitud a la educación de hoy. Los padres modernos no prohíben a sus hijos salir de casa, ir a clases de baile o disfrazarse. Sin embargo, sí queda algo de educación puritana en estos tiempos, que disfrazada de pedagógicas razones, hacen a nuestros hijos salirse de la sala de cine evitándoles ver la película hasta el final (o directamente no verla).

Este el caso de la preocupante desaparición de los cuentos clásicos de las estanterías de los cuartos infantiles. El lobo de Caperucita es demasiado despiadado (y sexual), la bruja de Hansel y Gretel una loca que quiere comerse a los niños, la Sirenita una conformista y la madrastra de Blancanieves una desalmada.

Los cuentos clásicos son versionados con reescrituras edulcoradas, en las que los malos no son tan malos y las ilustraciones realistas de los originales, son sustituidas por coloridas ñoñas imágenes. Encubramos a nuestros hijos el mal del mundo, no vaya a ser que se traumen y las pesadillas les hagan correr sonámbulos a nuestras camas, ya despojadas con demasiada cautela de sus babas. Que no sufran, que ningún niño sepa que existe gente mala, madres que abandonan a sus hijos, hermanas crueles y envidiosas, hombres perversos y madrastras asesinas. En el cuento original de Caperucita Roja, el lobo mata a la abuela, la corta en rodajas y se la da a comer a Caperucita. La inocente niña de la cestita, se convierte en una nieta caníbal seducida por el lobo. En Hansel y Gretel los niños no se pierden en el bosque, sino que sus padres les abandonan al no tener nada que darles de comer.

Los hermanos Grimm escribieron cuentos a partir del relato oral de los pueblos alemanes, recogieron la sabiduría popular, los mitos y leyendas de la gente corriente y escribieron sobre los miedos y temores universales con una grandísima destreza. No obstante ya ellos edulcoraron cuentos que en realidad eran para adultos y recogían mucha más perversión que los suyos .En la Bella Durmiente original, ésta es violada por un rey , queda embarazada de gemelos y cuando nacen, la Reina manda secuestrarles y ordena al cocinero que haga un guiso con ellos. La madrastra de la Cenicienta original obliga a sus hijas a mutilarse los dedos de los pies para que les quepa el zapato.

En el empeño de reescribirlos, suavizarlos o incluso descartarlos de las bibliotecas, olvidamos que los cuentos clásicos ejercen una función en nuestros hijos fantástica que es la simbolización, presentar la realidad en forma de juego de ficción, para explicarles el mundo complejo a través de personajes con los que se identifican.

Los cuentos están conscientemente escritos para niños. “Erase una vez, en un mundo muy lejano”. El principio de muchos cuentos ya pone a nuestros hijos en la ficción, les protegen, pues lo que ocurre, está pasando lejos.

En los primeros párrafos los cuentos hacen una descripción del protagonista, quien ha perdido a su padre, es abandonado, es diminuto, inútil o desgraciado. Los cuentos reflejan problemas existenciales, hablan de la vejez, la muerte, el abandono y también del diferente, el anti héroe, el hermano pequeño o el feo de la familia. Ahora el cuento se acerca a nuestros hijos, pues el protagonista debe enfrentarse a lo que ellos más temen: la muerte de los padres, el rechazo, la soledad o lo que es peor, el odio fraterno (maldad de las entrañas).

Durante el desarrollo, el protagonista con quien se identifica el niño, corre aventuras, hace amigos, consigue vencer el mal y al final triunfa el amor a pesar de todo. “Y fueron felices y comieron perdices”.

Los cuentos además están escritos para ser contados como su propio nombre indica. El adulto que los cuenta (y no el que los lee) interpreta el cuento al niño, quien cambia su cara con cada aventura, con cada paso que da el protagonista. Es labor del adulto endulzar la voz “Abuelita, abuelita qué boca más grande tienes” o alzarla “para comerte mejor”. Tras esto el niño se acurruca en los brazos del adulto, el miedo es controlado, no es lo mismo estar delante del lobo en el oscuro bosque, que bajo las sábanas con mamá. Algo harán los cuentos en ellos cuando, a pesar de decirnos “mami tengo miedo de que venga el lobo por la noche”, al día siguiente y al otro y al otro nos dicen la cansina frase “mamá cuéntame otra vez”. Los buenos cuentos piden ser contados varias veces, mi hija se sigue asustando, excitando y alegrando cuando le cuento los tres cerditos (y el libro ya está desgastado). Esto es debido a que los cuentos clásicos son obras de arte y como tal, no dejan de emocionar una y otra vez.

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Y si son obras de arte, ¿porqué cambiarlos, reescribirlos o incluso prohibirlos?. Mañana mismo voy al Prado y les pido que tapen las tetas a La Maja desnuda y descuelguen inmediatamente a Saturno devorando un hijo. Nunca más les pondré a los Beatles, sino versiones para niños cantadas por los Pitufos y por supuesto por supuestísimo no les contaré la existencia de Hitler, Stalin y otros malos malísimos hasta que saquen un libro titulado “La historia reescrita para niños imbéciles”.

El ventajismo histórico es un caldo de cultivo para la versión, de la versión de la versión. Cambiemos los protagonistas, hagamos que Caperucita no vaya al bosque, Cenicienta no limpie la casa y la Bella durmiente sea una fea despierta. Disney hizo mucho daño al versionar cuentos clásicos para los niños de la América puritana, donde las mujeres debían quedarse en casa limpiando y poniéndose guapas para sus maridos trabajadores. Belleza y pasividad para ellas, poder y acción para ellos. Entiendo que esos valores no son consecuentes con la inclusión y el feminismo. Pero quizá la manera de educar en la necesaria y urgente igualdad para todos y todas, deba ir por un camino un poco más creativo, como por ejemplo incluyendo los nuevos valores en nuevas obras (seguro que amentará la posibilidad de crear obras maestras, Harry Potter sin ir más lejos) y no versionando todo lo antiguo.

El criticado Disney se está poniendo las pilas (sobre todo su hijo pequeño Pixar), muchas editoriales están apostando por historias de mujeres valientes, potentes e independientes, y por encima de todo, se está visibilizando que quien escribe, dirige, compone o pinta, puede no ser un hombre blanco heterosexual (y hacerlo muy bien).

Aplaudo de forma entusiasta todo esto, pero no entiendo el empeño por mandar a la hoguera los cuentos clásicos. Nuestros hijos saben perfectamente diferenciar la ficción de la realidad, son más listos de lo que pensamos y un poquito de miedo en nuestro regazo no les viene nada mal. Las copias nunca llegan a ser obras maestras, y las segundas partes, salvo alguna excepción, nunca superan a las primeras.

Al final el señor Lustz no iba a ser un padre tan opresor, pues dejó a su hija escuchar a Wagner aunque le prohibió disfrazarse de Isolda. Ahora hacemos al revés, evitamos a nuestros hijos las historias de siempre, pero les dejamos que se disfracen de cualquier cosa. Hoy mi hijo me ha pedido ir disfrazado de carnicero asesino en Halloween.